domingo, 21 de noviembre de 2010

LOS COYOTES Y LA NATURALEZA HUMANA


Desde hace mucho tiempo me apasionan los cánidos. Me encantan los perros, me apasiona su fidelidad. Aprecio en ellos su gusto sencillo por la vida austera (esto seguramente sea subjetivo, no lo tomen estrictamente al pie de la letra). Su primo el lobo, y la belleza de su cuerpo, también me entusiasman. El mito del hombre lobo es, además, un aliciente que ha entretenido mi imaginación cinéfila.

Hace un tiempo leí una noticia acerca del coyote, uno de sus primos americanos. El coyote (canis latrans), está a medio camino entre el perro y el lobo. Era el perro de Dios para la tribu Navajo, y también muy odiado por algunos colonizadores europeos, tanto, que su odio les hacía referirse a él como "la última comadreja a exterminar, en aquella tierra llena de oro y bestias". Si cualquiera intentó exterminarlos, lo cierto es que no lo consiguió. La capacidad de adaptación de este brivonzuelo parece enorme y, a diferencia del lobo americano, más voluminoso, y aparentemente más noble, no se encuentra en peligro de extinción, sino, muy al contrario, continua una imparable extensión dentro de territorio americano. A pesar de su multiplicidad, y de sus numerosos y azarosos encuentros con el hombre, los científicos no logran atraparlo fácilmente para su estudio: tienen un olfato demasiado poderoso. Por eso, hasta ahora no fue fácil saber por qué los coyotes del Este de los USA tenían un abrigo de cabello de colores más variados que los del Oeste. Tampoco se sabía a ciencia cierta por qué el coyote del Este era más grande que aquél del Oeste. Finalmente, parecen haber encontrado una respuesta: aquél del Este es un híbrido entre el coyote y el lobo.

La adaptación de estos cánidos va más allá del simple aumento de su población. Podría arriesgarme a decir, que en este mundo que parece conducirse a la destrucción ambiental (no sé si el hombre se destruirá a sí mismo, pero tengo el feo presentimiento de que los ecosistemas ricos van a llegar a su fin), los cánidos, tan inteligentes ellos, (recordemos que se dice que cuando Dios, mediante una separación de la Tierra, separó a hombres y animales, el perro, en el último momento, saltó a la orilla del ser humano) se conducen por el mismo camino que ya lo hicieron las ratas y las cucarachas: "si no puedes con el hombre, y no puedes huir porque ya está en todos los lugares, únete a él". Los coyotes, los perros, y quién sabe si pronto los lobos (ójala), han conquistado nuestro espacio: los perros se hicieron nuestros amigos, pues en el fondo saben de nuestro buen corazón; y los coyotes han acabado conquistado la ciudad nocturna. En la noche de Chicago posiblemente ya se paseen cerca de 100 ejemplares de coyote. Algún paseante nocturno se topó con ellos. Quién sabe, de hecho, si a unos centenares de kilómetros de la ciudad de Obama, alguna pareja, mientras se entregaba al amor en uno de los jardines de Central Park, escuchó un ruido. Sería un coyote, pero ellos quizás no se enterasen.

Leí una vez, en uno de los libros más bonitos que he leido nunca, justo cuando a mi abuela se le acababan las fuerzas de vivir, que el lobo te habla de la felicidad. Fue leer el libro, lo que me ha hecho conectar todos estos detalles cánidos que ahora mismo verborreo. El lobo te enseña la felicidad cuando le ves afanoso tratando de buscar un hueso o un rastro, rascando la tierra con deseo e impaciencia o persiguiendo una pelota, o acechando pacientemente a una paloma. Es en esos momentos en que se detiene el tiempo, cuando la tarea tiene más de sufrimiento y persistencia que de alegría propiamente dicha, cuando podríamos adivinar un sentimiento circundante cercano a la felicidad. A su felicidad.

Cuando los dos perros de la fotografía del inicio del post juegan, dice el filósofo Mark Rowlands, estamos experimentando, además, la felicidad que emanan. La felicidad sería, no sólo algo interior, sino una propiedad que se esparce en el campo de interacción de más de un ser, o de un ser vivo con su objeto de deseo. La misma fotografía está llena de felicidad. Lo dice Mark Rowlands en su El filósofo y el lobo, uno de los mejores libros que he leido.